En los últimos años, aquí y en el mundo, se ha renovado la fuerza simbólica del 8 de marzo, día de la mujer. Ha dejado de ser una jornada identificada por las ceremonias y anuncios oficiales, y ha vuelto a ser –como antaño- un hito reconocido por el alcance y la transversalidad de las manifestaciones. Este es un gran logro de muchas mujeres, que han estado detrás de esta nueva ola de activismo y creciente “visibilización” de las brechas y demandas de género.
Este 8 de marzo, también debemos reconocer a las mujeres menos visibles públicamente: aquellas que no han tenido la fuerza para liderar las causas a favor de las mujeres en las calles o en las redes sociales, ni menos han logrado acceder a los recursos y oportunidades para participar en los directorios de las empresas, exponer en seminarios, ser candidatas políticas y, ciertamente, escribir columnas en la prensa. Son mujeres que, desde sus mundos cotidianos, han estado detrás de las importantes transformaciones sociales que hemos vivido como país, pero no han sido debidamente reconocidas ni compensadas.
Muchas de ellas, gracias a que se sumaron al mercado laboral en las últimas décadas, permitieron que los ingresos de sus familias crecieran, posibilitando que sus hijos dejaran la pobreza, o alcanzaran la ansiada educación superior. Aún más, el rol que han cumplido en el cuidado y contención emocional dentro de sus hogares y redes familiares se ha extendido no solo a sus hijos o nietos, sino que también a sus padres en edades avanzadas. Ante estos requerimientos, ellas han tendido a seguir trayectorias laborales sinuosas e inestables, lo que no les ha permitido asegurar una pensión mínima (Biehl, Worlmand y Browne, 2018).
Son mujeres de mediana edad, entre 45 y 60 años, cuyo bienestar subjetivo es más deteriorado y paradójico: si bien reconocen que el rol que ejercen en sus familias les da sentido, al mismo tiempo se declaran más cansadas, preocupadas y con miedo a la vejez, en relación con sus pares hombres de la misma edad (DESUC, 2014 y 2017).
En el 2020 se recrudeció esta situación. La pérdida de trabajo, la sobrecarga doméstica y el deterioro de la salud metal –nuevamente- prevalecieron más en las mujeres en general. Según un estudio del Laboratorio de Encuestas y Análisis Social (LEAS) de la UAI, la proporción de ellas que reportaron haber experimentado nerviosismo, ansiedad, decaimiento y preocupación, fue mayor que la de los hombres.
De este modo, al igual que en otras áreas, la pandemia y sus efectos han ampliado las brechas que ya existían en las condiciones y trayectorias de vida de hombres y mujeres, no solo en términos laborales, sino también emocionales. Ojalá que, en los actos oficiales del 8 de marzo, estas mujeres no solo sean aludidas en los elogiosos discursos de agradecimientos, sino -sobre todo- que estén en el centro de la agenda legislativa y de gobierno.