Con frecuencia se considera que la baja participación electoral es un “problema democrático grave”.1 Se cree que da como resultado una participación sesgada hacia ciertos grupos y corre el riesgo de socavar la legitimidad de la democracia. Este problema se agudizó con la implementación de la inscripción automática y el voto voluntario en 2012. Si bien es cierto que la participación electoral (como proporción de la población en edad de votar) mostraba un declive antes de esta reforma, su entrada en vigencia acentuó este escenario. Aunque las elecciones recientes exhiben una tendencia al alza sobre lo observado en los primeros años de la reforma, sus niveles todavía se encuentran por debajo de lo observado entre 1990 y 2009 y Chile se encuentra entre los países con voto voluntario que tienen menores niveles de participación electoral. Como ejemplo, mientras en diciembre se celebraba como una hazaña la participación de 56% en segunda vuelta, los alemanes habían alcanzado un 77% pocos meses antes.
En este contexto, las mujeres han logrado atenuar el “problema democrático” asociado a una baja participación electoral. En la segunda vuelta de las últimas elecciones presidenciales, de acuerdo a las estimaciones de Decide Chile, votó un 59% del padrón femenino, versus un 51% del padrón masculino. La mayor participación electoral de las mujeres se ha observado en todas las elecciones presidenciales recientes, como muestra el gráfico a continuación.
La diferencia en participación es mayor aún en el grupo de menor edad, aquellos votantes entre 18 y 29 años: en la última elección un 63% de las mujeres jóvenes votaron, mientras que un 47% de hombres hicieron lo propio. Es decir, la diferencia se produce sobre todo en las mujeres más jóvenes, en contraste con sus coetáneos hombres.
¿Qué podría explicar la mayor participación electoral de las mujeres? Para responder, utilizaremos teorías y hallazgos empíricos internacionales, y los datos de la encuesta CNEP, realizada en diciembre de 2021, para verificar si tales teorías y hallazgos previos se aplican en la última elección presidencial.
Un primer factor es el nivel socioeconómico de los votantes. Los estudios en esta área han encontrado una relación más o menos consistente en que personas más educadas tienden a votar en mayor proporción que aquellas menos educadas, aunque existe amplia discusión de los mecanismos detrás de estos efectos.2 De igual modo, los investigadores han mostrado una relación entre el acceso a recursos y la participación electoral, lo que ha llevado a muchos ―incluso en Chile― a hablar de una participación sesgada por clase social.3 Quizás de particular relevancia para nuestro país es el hecho de que este tipo de diferencias se acentúan en regímenes de voto voluntario respecto a aquellos de voto obligatorio.4
Los años de escolaridad promedio no difieren significativamente por género, de acuerdo a la CASEN 2020: 11,8 en el caso de los hombres, y 11,6 para las mujeres. Además, según datos de la encuesta CASEN 2020, los hombres en promedio presentan situaciones económicas superiores a las mujeres: el ingreso promedio de la ocupación principal para hogares encabezados por mujeres es de $551.454, contra un promedio de $699.327 para los hogares encabezados por hombres. Recordemos además que según datos del INE, las mujeres participan menos del mercado laboral: 48,3% está inserta en el mercado laboral, contra un 69,6% de los hombres. En otras palabras, el nivel educativo y socioeconómico de las mujeres no basta para explicar su mayor participación, pues no supera el de los hombres, aunque algunas de estas variables han comenzado a cambiar al interior del segmento que tuvo mayor participación en las elecciones de 2020: la población entre 18 y 29 años. De acuerdo, a la encuesta Casen 2020, si se considera la población entre 18 y 24 años, sistemáticamente desde 2013 el porcentaje de mujeres que se encuentra siguiendo estudios superiores es mayor al de los hombres. Esta cifra alcanzó su diferencia máxima en 2020, en que el 42% de las mujeres entre 18 y 24 años seguía estudios superiores, frente al 38% de los hombres. Es decir, entre las mujeres jóvenes sí podría estar influyendo un mayor nivel educativo.
Un segundo factor es la capacidad expresiva de los ciudadanos mediante el voto. Este enfoque sugiere que participar en elecciones sería un acto más vinculado a consideraciones identitarias y actitudinales que estratégicas. Desde investigaciones clásicas5 a esfuerzos más recientes,6 existe amplia evidencia que sugiere que los ciudadanos deciden participar en elecciones basados en sus opiniones respecto a la política7, la polarización del ambiente político8 o sus relaciones sociales.9 Visto de esa manera, la decisión de los individuos respecto a si sufragar o no tiene menos relación con el sistema político en su conjunto y en cambio estaría más asociada a preferencias y características individuales de cada ciudadano.
En el caso chileno reciente esto puede resultar particularmente relevante en la medida que una proporción relativamente menor de la población declara tener un interés por la política. De acuerdo a datos de la encuesta CNEP, solo 18,9% de las mujeres declaró estar algo o muy interesada en la política, contra 28,6% de los hombres. Además, en los últimos años la identificación de la población con los partidos se ha reducido considerablemente, alcanzando un 15,0% para los hombres y 11,7% para las mujeres.
Otro ámbito que puede estar relacionado con la capacidad expresiva del voto, en este caso, de las mujeres, tiene que ver con el crecimiento del activismo feminista en los últimos años, que mencionamos en otro artículo asociado a los cambios en actitudes hacia el aborto. En este punto, es importante recordar que la movilización feminista suele llegar a un porcentaje minoritario de la población general: solamente 12% de las mujeres reportó haber participado en protestas o marchas en los últimos 12 meses, y solo 13% apoyó una protesta de forma digital.10 Pero, ¿hay algo más allá de esta minoría políticamente movilizada que ayude a explicar la mayor participación electoral femenina?
Otro factor que la investigación en el área ha señalado como importante son las relaciones sociales. En general, los hallazgos señalan que a medida que las personas están más integradas en relaciones sociales con otras, más propensas serán a votar.11 Si bien esta dimensión es difícil de capturar en estudios, los investigadores han interpretado varias variables como la ruralidad y la religiosidad en esta perspectiva. Así, dado que las personas en zonas rurales tienden a estar insertas en redes más densas,12 y que la religiosidad en general promueve la sociabilidad y la integración con una comunidad,13 resulta más probable que personas que viven en zonas rurales y religiosas participen en las elecciones. En los datos de la encuesta CNEP, hay una marcada diferencia en religiosidad, siendo las mujeres más religiosas que los hombres: 29,8% de los hombres se considera algo o muy religioso, comparado con un 44,1% de las mujeres.
Más aún, las mujeres tienen mayor capital social, si se entiende en términos de asociatividad: participan más de asociaciones que los hombres. Según el cientista político Robert Putnam, las interacciones personales dentro de asociaciones voluntarias, no necesariamente vinculadas a asuntos políticos y públicos, fomentan la confianza interpersonal o social y tejen los lazos de la vida social que son la base para la participación política y la gobernabilidad democrática efectiva.14 Esta mayor asociatividad que se observa entre las mujeres encuestadas, entonces, puede ayudar a explicar por qué votan más, en la medida que participan más en otros ámbitos de la vida también.
Un último factor es aquel que describe al voto como un hábito para quienes asisten a las urnas, del mismo modo que la abstención también lo hace para quienes deciden no participar. Para investigadores como Green y Shachar el voto sería una acción reforzada consuetudinariamente, es decir, por la fuerza de la costumbre.15 Otros como Kanazawa creen que la votación habitual puede interpretarse como un proceso de aprendizaje por parte de los ciudadanos, especialmente cuando el resultado de la elección favorece las preferencias de los individuos.16 Estudios posteriores sugieren que el efecto “aprendizaje” afecta incluso a quienes votan por opciones perdedoras.17 Asumiendo que la participación electoral exhibe esta inercia, autores como Plutzer han investigado qué es lo que influye en que un individuo en particular siga un camino auto-reforzado de votación o de abstención, y sus hallazgos apuntan a que los recursos sociales y económicos, y experiencias durante la socialización política temprana (i.e. adolescencia) serían los factores cruciales en este proceso.18
Tomados en su conjunto, la evidencia que sugiere que el voto se constituye como un hábito es particularmente relevante para el caso chileno contemporáneo. Primero, el plebiscito de 1988 significó una movilización política sumamente considerable, pero excepcional.19 De este modo, en Chile, una generación fue socializada políticamente en un entorno de alta movilización, mientras que las siguientes lo hicieron en uno mucho más moderado, lo que podría considerarse una interpretación plausible a las diferencias en los niveles de participación por año de nacimiento. Segundo, podríamos esperar que los más de veinte años de voto obligatorio hayan promovido la participación de quienes se inscribieron en el sistema antiguo, incluso tras la reforma electoral. Así, los votantes habituales serían menos sensibles a los cambios en el entorno político e institucional.20 En Chile, tras el cambio a inscripción automática y el voto voluntario, 1.321.401 personas que no estaban inscritas antes de la reforma votaron en noviembre 2013 (esto es, nuevos votantes), de los cuales 54% fueron mujeres. A la vez, hubo 2.624.724 personas que estaban inscritas antes de la reforma y no votaron en la misma elección (esto es, dejaron de votar), de los cuales 49% fueron mujeres.21 Esto significa que más mujeres votaron por primera vez y menos mujeres dejaron de votar tras la reforma, precisamente porque ya votaban más que los hombres antes de la reforma.
Las mujeres chilenas obtuvieron el derecho a votar por primera vez en las elecciones de 1952, y para 1970 el número de mujeres habilitadas para votar igualaba al de los hombres.22 En este contexto de avance progresivo hacia una mayor igualdad de género, es importante valorar el rol de la participación de las mujeres en mitigar el “problema democrático” de la baja participación electoral. Pese a una desafección política generalizada y una alta desconfianza hacia el sistema político, las mujeres votan más que los hombres. En este artículo hemos revisado una serie de factores que ayudan a entender a qué se podría deber esto: una mayor participación en organizaciones sociales, el voto entendido como un hábito y la aparición de una generación de mujeres jóvenes que asiste a votar en un volumen muy superior a los hombres, y ha alcanzado altos niveles de educación gracias a la ampliación del sistema universitario durante las últimas dos décadas.
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