Los cambios de relato no siempre funcionan. Hay casos exitosos, como el de Michelle Bachelet I, cuando pasó de la idea del “gobierno ciudadano” a la “red de protección social”. Fue creíble porque sintonizó con las necesidades de su electorado, en la crisis económica de 2009. Sin embargo, en su segundo Gobierno, Bachelet intentó un giro discursivo que no prosperó. Tras el caso Caval se acuñó la frase “realismo sin renuncia”, la que era conceptualmente compleja, olvidaba su capital de imagen emocional y no se hacía cargo de la fuerte crisis de confianza que enfrentaba.
Un buen relato involucra a las personas tanto en un plano cognitivo –al entregar marcos interpretativos, simplificar problemas complejos e integrar lo heterogéneo de un proyecto colectivo-, como afectivo –al identificar, entusiasmar y movilizar en torno a una causa común-. El equilibrio entre ambas dimensiones es fundamental. Una narrativa solo centrada en explicaciones, cumplimiento de objetivos e indicadores no conmueve a la ciudadanía (esa lección dejó el gobierno de Piñera I). Por su parte, la que solo recurre a lo emocional, se vuelve poco creíble. El giro discursivo de Boric debe cuidar ambos planos.
Los relatos eficaces se cimentan en bases reales. Así se asegura la coherencia del mensaje. Es de perogrullo: si una mejor administración fue un mensaje clave con el que se buscó impregnar el cambio de gabinete, no puede ese mismo acto proyectar improvisación con ajustes de último minuto. Es cierto que hay una demanda de mayor gestión; esa es una condición básica que demanda la ciudadanía, a la cual se debe responder con urgencia en los hechos, antes que en el relato. Más sustantivamente, para asegurar la consistencia, el punto central es si la narrativa 2.0 que intenta instalar el Ejecutivo es compartida por la diversidad de actores que actualmente componen el gobierno y sus coaliciones, con sus experiencias vitales, diagnósticos y visiones ideológicas distintas.
De la narrativa, se espera más: no solo que entregue una línea argumental conductora “correcta”, sino que también sea un depósito de sentido que movilice y sea considerado como propio, no como “impuesto” por expertos comunicacionales ni menos como un mero recurso pragmático para subsistir en el poder. De lo contrario, circunda el peligro que las palabras se vuelvan vacías. Le pasó a principios de siglo al ex Primer Ministro Tony Blair en Reino Unido, quien generó grandes expectativas en torno al Nuevo Laborismo, pero que al final de su mandato su relato era blanco de críticas por su impostada semántica y uso excesivo de artilugios comunicacionales.