(Esta es una versión extendida de un texto publicado por Ricardo González en CIPER).
Chile se destaca de manera única como el único país moderno, al menos desde la Revolución Francesa de 1789, en haber rechazado en dos ocasiones una constitución redactada por un cuerpo elegido por el público. Este excepcional fenómeno en la historia política global refleja los desafíos profundos de nuestra país para crear un marco constitucional impulsado por el consenso, que sea representativo e inclusivo. El camino reciente del cambio constitucional de Chile se desarrolla en el contexto del estallido social de octubre de 2019.
Los sucesos de octubre de 2019 marcaron un cambio sísmico en el panorama sociopolítico de Chile. Iniciadas por las protestas estudiantiles contra el aumento del precio del metro, las manifestaciones se convirtieron rápidamente en un llamado nacional a una reforma sistémica. Este periodo de agitación social se convirtió en un clamor contra las profundas desigualdades sociales y una exigencia de cambio estructural.
Las calles de Chile se convirtieron en un coro de voces, con cánticos por la justicia, pero también se vieron empañadas por episodios de violencia y enfrentamientos entre ciudadanos, las fuerzas armadas y la policía. Varios organismos internacionales expresaron sus preocupaciones, poniendo el foco en la gestión gubernamental de la crisis social. Así, la narrativa evolucionó desde quejas económicas hacia un llamado más amplio por los derechos humanos, la dignidad y la reforma política integral. Como resultado de la intensidad de las protestas y el clamor generalizado por un cambio sistémico, un acuerdo político se fraguó el 15 de noviembre para reemplazar la constitución.
Los manifestantes, en su mayoría jóvenes e identificados políticamente con la izquierda, representaron una muestra de la sociedad que se sintió marginada, a pesar de provenir de grupos socioeconómicos medios y medio-altos, y se sintió ignorada por las estructuras políticas tradicionales, a pesar de contar con representantes en el Congreso (la llamada “bancada estudiantil”). Sus demandas abarcaron más allá de los problemas inmediatos de las tarifas del metro y se centraron en preocupaciones más amplias sobre la desigualdad de ingresos, el acceso a la educación y la salud, y la necesidad de un contrato social más equitativo .
Este movimiento creó una división evidente en la sociedad chilena. Por un lado, estaban los manifestantes más activos, aquellos que participaron repetidamente en las protestas y buscaban cambios radicales. Por otro lado, había ciudadanos que, aunque simpatizaban con algunos de los objetivos del movimiento, no participaban directamente en las protestas. Esta división, por cierto, también se manifiesta en puntos de vista diferentes sobre cómo abordar los desafíos de Chile, sino también en los niveles de confianza hacia las instituciones y su adhesión a la democracia.
Después de la explosión social, el proceso de redacción de una nueva constitución surgió como una fuente de esperanza para muchos. Un estudio cualitativo que hicimos en LEAS-UAI en mayo de 2021, muestra que los participantes percibían el proceso como una oportunidad para resetear el discurso político de la nación y abordar las causas profundas del descontento generalizado. La Convención Constitucional, encargada de esta monumental tarea, se esperaba que allanara el camino para una nueva era de gobernanza inclusiva y participativa.
A medida que la nación emprendía este viaje transformador, los ciudadanos anhelaban la unidad, según lo que revela el estudio antes citado. Esta unidad no era solo una palabra de moda; era una auténtica aspiración para cerrar las divisiones que habían desgarrado el tejido de la sociedad chilena durante demasiado tiempo y que fueron evidentes durante el estallido social. En efecto, los participantes del estudio percibían la creación de una nueva constitución como una oportunidad para sanar heridas, abordar problemas de larga data y allanar el camino hacia una sociedad más inclusiva y justa. La conciencia colectiva de la nación reconocía la necesidad de diálogo y construcción de consenso como ingredientes esenciales en la receta para un futuro más brillante.
En contraste, un temor importante mencionado en el estudio yacía en que las divisiones y polarizaciones que se identifican en las élites políticas tradicionales se reprodujeran en el seno de la Convención. Tales divisiones ideológicas estaban detrás de la incapacidad de generar procesos inclusivos y receptivos, que permitan el surgimiento de un sentido de unidad nacional, a juicio de los participantes del estudio. En este sentido, la apelación hacia el reconocimiento del otro más allá de sus posiciones ideológicas y la existencia de un horizonte común (“sacar a Chile adelante”) son también presentadas como un antídoto ante el riesgo de polarización identificado en las élites políticas.
El camino de Chile hacia la reforma constitucional se complicó aún más debido a la percepción de polarización entre sus élites políticas. En un momento en que la población buscaba la unidad, el panorama político del país parecía alejarse en la dirección opuesta.
Datos del Proyecto Nacional de Elecciones Comparativas (CNEP), realizado por el LEAS-UAI y Feedback , mostraron que, contrariamente a las expectativas, las posiciones del electorado chileno no se habían polarizado; en cambio, se habían moderado después del estallido social. De hecho, en las elecciones presidenciales de 2017, el 55% de la población se ubicaba en el centro del espectro político, pero este número aumentó al 66% en las elecciones más recientes. Esto sugería que los votantes no se estaban volviendo más extremos, sino que convergían hacia el centro.
Sin embargo, mientras que la población en general parecía gravitar hacia el centro político, las divisiones ideológicas de la élite se hicieron más pronunciadas durante los procesos de redacción constitucional en 2022 y 2023, a juzgar por las declaraciones y conductas de los convencionales en el primer proceso y por el lenguaje usado durante la campaña en el segundo. La percepción pública era que la élite política estaba cada vez más afincada en sus respectivos rincones ideológicos, creando una brecha entre los representantes y los representados. Parecía ser que los temores, descritos antes de iniciar el proceso, se habían cristalizado durante ambos procesos constitucionales, lo que llevaba a una mayor desconfianza en los cuerpos elegidos para redactar la constitución.
El voto obligatorio introdujo una nueva dinámica en el proceso constitucional, atrayendo a un número significativo de nuevos votantes a las urnas. Estos nuevos votantes, que no participaron en ninguna elección en 2020 y 2021, pero que sí votaron en 2022 ascendían a 3,1 millones de personas, según el SERVEL. Tienden a ser hombres (54%) y más jóvenes (el 38% de ese grupo tiene entre 18 y 34 años). A partir de las encuestas presenciales, podemos caracterizar a este grupo: tiende a pertenecer a grupos socioeconómicos medios-bajos y bajos, viven en grandes centros urbanos, consumen poca información a través de medios tradicionales y casi nada a través de plataformas digitales, no se identifican en el eje izquierda-derecha ni con partidos, desconfían de las instituciones en general y están más desafectados de la política.
En 2022, los votantes tanto regulares como nuevos estaban comprometidas en el proceso constitucional, demostrando más interés sobre el asunto, particularmente, las personas más jóvenes. En ese caso, la teoría de opinión pública sugiere que las preferencias políticas de los votantes regulares pueden haberse formado a partir de su alineación ideológica con los objetivos del texto y por cierto, absorbiendo la polarización que el texto generaba en las élites. En otras palabras, había cierta división en ese electorado casi en partes iguales, según revelaban las encuestas telefónicas y web días antes del plebiscito. Por su parte, los votantes nuevos, más desinformados, desconfiados y desafectados tendieron a rechazar el texto con más fuerza que los regulares.
Sin embargo, para 2023, a medida que la novedad del proceso comenzó a desvanecerse, el interés de las personas disminuyó. La teoría de opinión pública sugiere, en este caso, que en lugar de adentrarse en las complejidades de los asuntos constitucionales, es probable que los nuevos votantes se hayan apoyado en heurísticas cognitivas, atajos mentales, para guiar sus decisiones. Por su parte, con el proceso pasando a un segundo plano, es posible que los votantes regulares se hayan apoyado más en sus afiliaciones políticas existentes, volviendo a posiciones e identidades familiares en lugar de participar activamente en los problemas en juego.
Este cambio de la participación activa a una postura más pasiva se puede atribuir a varios factores, incluida la desilusión con el proceso, la complejidad de los temas en juego y la percepción de polarización de las élites políticas y desconexión entre ellas y la población.
Esta tendencia plantea preocupaciones sobre las implicaciones a largo plazo para la participación democrática y política en Chile. La dependencia de heurísticas, aunque es una respuesta natural a escenarios políticos complejos, puede llevar a una toma de decisiones simplificada y una capacidad reducida para involucrarse críticamente en asuntos políticos sustantivos.
El fracaso del proceso de redacción constitucional, no una vez, sino dos veces, es un recordatorio contundente de las profundas divisiones de las élites políticas chilenas y las expectativas insatisfechas que generó este proceso en la ciudadanía. El proceso se concibió como un medio para sanar las heridas del estallido social de 2019 y crear un sistema político más inclusivo, equitativo y representativo. Sin embargo, la creciente distancia entre la población general y las élites políticas, junto con las divisiones internas dentro de estos grupos, ha obstaculizado este objetivo y de paso, el riesgo del populismo ha crecido.
Enfrentar el desafío de cerrar la brecha entre diferentes segmentos de la sociedad y abordar las causas profundas del descontento sigue siendo un desafío pendiente para nuestro país. Sin embargo, no todo está perdido. A pesar de sus deficiencias, el proceso constitucional ha desencadenado una conversación nacional sobre el tipo de sociedad que los chilenos aspiran a construir. Ahora, es responsabilidad de las élites políticas abordar la necesidad de un compromiso renovado con el diálogo, la comprensión y la colaboración, que les permita superar su división y trabajar en conjunto por un futuro común como nación, con el enfoque puesto en el bienestar de la ciudadanía.