En cada ciclo electoral, el debate sobre las encuestas reaparece con fuerza. Esta vez, ha sido alimentado por una aparente contradicción entre estudios: mientras algunos posicionan a Evelyn Matthei en ascenso, otros muestran una caída. En respuesta, se ha vuelto a plantear la necesidad de una iniciativa de transparencia que regule el funcionamiento de las encuestas electorales. Una propuesta necesaria, pero insuficiente.
Es cierto que las encuestas enfrentan desafíos técnicos crecientes: tasas de respuesta bajas, dificultades para representar ciertos grupos, variabilidad en las técnicas de muestreo y opacidad metodológica. Y es cierto también que establecer estándares mínimos —como los promovidos por asociaciones profesionales en Estados Unidos— sería un avance importante. Publicar quién financia una encuesta, cómo fue seleccionada la muestra, qué tasa de no respuesta tuvo, entre otros aspectos, permite discriminar entre estudios técnicamente sólidos y ejercicios de oportunismo estadístico.
Pero no basta con mejorar la ‘ficha técnica’. Las encuestas no operan en el vacío. Su influencia en el debate público depende tanto de cómo se producen como de cómo se usan y quién las legitima. Y en este punto, conviene mirar más allá de las compañías encuestadoras.
Los partidos políticos, debilitados en su capacidad de estructurar liderazgos y deliberar colectivamente, han delegado crecientemente en las encuestas la definición de sus candidaturas. En lugar de servir como herramientas para comprender la opinión pública, los sondeos han pasado a certificar —en tiempo real— la viabilidad de opciones electorales, desplazando cualquier discusión programática o de proyecto de país. Lo que debería ser un insumo técnico se transforma en brújula estratégica, sin que nadie exija condiciones mínimas de calidad.
Los medios, por su parte, cumplen un rol clave en amplificar los resultados de encuestas, muchas veces sin el contexto necesario. Titulares que hablan de “despegues”, “empates” o “caídas” no siempre distinguen si se trata de diferencias estadísticamente significativas o de fluctuaciones dentro del margen de error. Tampoco suelen advertir sobre la diversidad de diseños muestrales entre encuestas que se comparan como si fueran equivalentes. En ese contexto, no son las encuestas las que se contradicen, sino su cobertura.
Por eso, si bien la transparencia técnica es un primer paso necesario, no es suficiente para recuperar la confianza ni el valor democrático de las encuestas. Se requiere también un cambio en el uso que partidos, medios y ciudadanía hacen de ellas. Volver a entender las encuestas como una herramienta para informar, no para imponer; para aportar al debate, no para reemplazarlo.
Solo si actuamos en esos tres frentes —el técnico, el político y el comunicacional— podremos evitar que las encuestas sigan construyendo castillos de opinión sobre cimientos metodológicos débiles. Y con ello, recuperar su lugar como insumo valioso para una deliberación pública más informada y responsable.