Una vez más, Chile entra en un periodo de quince días sin encuestas electorales. La ley prohíbe su publicación justo cuando muchas personas están decidiendo su voto. Esta veda —una de las más extensas del mundo— coloca al país en una lista poco prestigiosa junto a Burkina Faso o Montenegro, y solo es superada por naciones como Madagascar o Kirguistán. En la mayoría de las democracias consolidadas, las restricciones son breves o inexistentes.
La veda se justificó originalmente en la idea de proteger al electorado de una supuesta “influencia indebida” de las encuestas sobre las preferencias de voto. Esa intuición no resiste la evidencia científica. Estudios encargados por ESOMAR y WAPOR —dos organizaciones internacionales que promueven estándares técnicos y éticos en investigación de opinión pública— muestran que el impacto real de las encuestas sobre el voto es, cuando mucho, mínimo. Lo que sí tiene efectos considerables es la ausencia de información: en la primera vuelta presidencial de 2021, datos que recolectamos en LEAS-UAI mostraron que un tercio de los votantes decidió su opción durante el último mes. Y justo cuando ese grupo comienza a prestar atención, la veda entra en vigor.
El problema se vuelve más grave con el voto obligatorio. Hoy no votan solo los más interesados o informados, como ocurría bajo el régimen voluntario, sino también sectores que antes se abstenían, con menor acceso a información política. En un contexto así, la veda no iguala condiciones, las distorsiona.
El resultado de esta prohibición es paradójico: las encuestas no desaparecen, solo dejan de ser públicas. Durante la veda, los estudios siguen realizándose, pero circulan “privadamente” entre quienes pueden acceder a ellos: comandos, medios y analistas con contactos en el circuito cerrado de la política. El ciudadano común, en cambio, se queda a oscuras. Una norma concebida para proteger al votante termina reforzando una asimetría de información que favorece a las élites.
El Congreso ha discutido reducir o eliminar esta restricción, pero sin resultados. Mientras tanto, sigue en vigencia una medida anacrónica que, lejos de frenar la desinformación, la estimula. Donde faltan encuestas verificables, proliferan rumores y “encuestas” falsas que nadie puede contrastar.
Las encuestas, bien hechas, no debilitan la democracia: la fortalecen. Permiten observar tendencias, corregir percepciones erróneas y sostener un debate público basado en evidencia. Silenciarlas, en cambio, perpetúa la desigualdad de acceso a la información.
Una sociedad que aspira a la igualdad de derechos, también debería aspirar a la igualdad de acceso a la información. Porque cuando la información se concentra, la deliberación se empobrece. Y sin deliberación, la democracia se vota, pero no se entiende.